Esta semana la disputa entre Uber y la Ciudad de Buenos Aires presentó un nuevo round de una pelea que lleva ya dos años. El mismo fue motivado por el pedido de la justicia de la ciudad a los principales operadores de telecomunicaciones de bloquear el acceso a los servicios provistos por Uber como consecuencia de contravenciones relacionadas con regulación local de transporte. La medida generó polémica y probablemente tenga escasos resultados.
Quizás el aspecto más controversial (y peligroso) es el puramente jurídico. Más allá de si la decisión adoptada por la justicia de la Ciudad de Buenos Aires es correcta o no, ésta solo tiene competencia y jurisdicción municipal, es decir, dentro de la ciudad. Pero su pedido afectaría también a usuarios fuera de los límites físicos de la capital. Por ejemplo, a los usuarios en el Gran Buenos Aires que usan Uber para sus desplazamientos sin ingresar a la ciudad, o para aquellos que viajen al exterior y quieran usar Uber desde sus teléfonos locales usando roaming. De esta forma, una decisión de la justicia porteña afectaría a usuarios y ciudadanos fuera de la jurisdicción de ésta. Un delirio desde el punto de vista jurídico que sorprende no haya sido aún desactivado.
Para no entrar en esta grosería jurídica, hay que resolver un tema técnico. Siendo que es una decisión de la justicia de la ciudad, sus efectos sólo deberían afectar a los usuarios mientras están en la ciudad. Esto, según los expertos, es muy complejo tecnológicamente (algunos usan el término “imposible”), ya que en definitiva no se trata de bloquear a un servicio sino a los usuarios que quieran acceder a él en función de su ubicación geográfica.
Más allá de esta pretendida “solución” para un problema que no es propio de Internet sino del mundo físico, el tema de fondo es cómo el Estado (en este caso municipal) debe lidiar con nuevos modelos basados en Internet. No se trata únicamente del transporte sino también de prestaciones de servicios en general, donde Uber es sólo un ejemplo, pero también hay otros como AirBnB y tantos más. Se trata de cambios introducidos por la adopción de la tecnología que difícilmente se puedan prohibir. Esto exige una actualización de las distintas regulaciones contemplando los modelos existentes, pero también los nuevos que van surgiendo de la mano del desarrollo tecnológico. La política debería ser no la de resistir el cambio sino la de incorporarlo minimizando sus impactos negativos.
También es cierto en que en muchas ciudades en las que desembarcó Uber tuvo fricciones iniciales con las autoridades, en la mayoría de los casos se llegó a un funcionamiento dentro de las normas en algunos meses, aunque también hay casos notables donde fue el servicio prohibido. Aquí, ya han pasado más de dos años desde la llegada de Uber y la situación sigue como el primer día o peor, agravada por el comportamiento parapolicial de un grupo de taxistas que asume tareas de control que le corresponden al Estado, deteniendo a vehículos y conductores para entregarlos a las autoridades, sin que el Gobierno de la ciudad descalifique este accionar y tome las medidas que corresponderían. Se trata más bien de una privatización de facto del uso de la fuerza que sienta un peligrosísimo antecedente.
Lo más probable es que, como viene sucediendo, Uber siga funcionando en situación sino irregular al menos conflictiva y que las autoridades de la ciudad sigan delegando en terceros (como son los taxistas, las tarjetas de crédito y ahora, como pretenden, las empresas de telecomunicaciones) las soluciones que su propia capacidad no les puede dar. Y que en vez de buscar el camino para asimilar la modernidad con los menores conflictos posibles se opte por combatir al cambio, sin buenos resultados hasta el momento. Rara estrategia de quienes tienen la tarea de conducir (no los autos en este caso).