Rastrear o no rastrear

La pandemia generada por el covid-19 está dando lugar al capítulo más importante en la historia de la privacidad. Es que muchos países han implementado, con algún grado de éxito, el rastreo de individuos como una forma de prevenir los contagios. Al menos hasta la disponibilidad masiva de una vacuna que pueda inmunizarnos frente a este azote sanitario, económico y social.

Las soluciones tecnológicas para combatir la pandemia vienen de la mano de los celulares. Esto es así porque no sólo los mismos conectan personas y no lugares (como sucede con las telecomunicaciones fijas) sino también, y principalmente, porque están constantemente con nosotros, particularmente fuera de nuestros hogares. De esta forma, se convierten en un sensor que no sólo registra por dónde nos movemos, sino que también pueden detectar a otros equipos (léase personas) a nuestro alrededor y en función de ello, poder saber si estuvimos cerca de algún contagiado y cuánto tiempo duró esa proximidad.

Es importante aclarar que hay dos formas de seguir vía celulares los movimientos de la gente. Está la información que pueden recolectar los operadores móviles directamente de su red y está aquella a la que sólo se puede acceder a través de apps en el celular (un smartphone para ser más precisos). La primera no tiene el grado de precisión de la segunda en términos de geolocalización y no hay forma para el operador de saber en qué condición está su usuario. No obstante es una buena herramienta para generar “mapas de calor” que permitan ver los movimientos agregados de múltiples usuarios. Por lo tanto, así como se la usa, por ejemplo, para rediseñar un sistema de transporte público en función de los grandes flujos de individuos, también sirven para monitorear el grado de acatamiento general por zonas a la cuarentena. Se trata entonces de una herramienta que es más para planificar a futuro que para actuar en lo inmediato. En el caso de las apps, estas permiten una mayor precisión por la combinación de uso de satélites (GPS), antenas celulares y WiFi. Es por eso por lo que los podemos utilizar para guiarnos por el mejor camino, no sólo en auto sino también a pie. Si a estas características se le suma información personal sobre su usuario, entonces la utilidad (o el riesgo) se potencia.

Las implementaciones de rastreo de individuos se aplicaron con más éxito en países orientales donde, más allá de la orientación política de los gobiernos, los ciudadanos tienen sentimientos colectivos más fuertes que en los occidentales, donde la individualidad tiende a prevalecer. Un ejemplo básico pero relacionado a la salud, es el uso de barbijos cuando se padece alguna enfermedad y cuyo objetivo es no contagiar a los demás. En occidente, si tenemos que usar barbijo, preferimos que sea para no contagiarnos.

Un caso extremo es el de China, donde el monitoreo vía smartphones se combina con miles de cámaras que permiten el reconocimiento facial y donde las personas son obligadas a instalar apps e informar su temperatura corporal y condición médica. En el otro está Corea del Sur, que a su alto grado de tecnificación le suma la disponibilidad de tecnología, como es el caso de cámaras de monitoreo de temperatura en sus aeropuertos. Esto se debe a los antecedentes de dos epidemias anteriores recientes, el SRAS (Severe Acute Respiratory Syndrome) a principios de este milenio y MERS (Middle East(ern) Respiratory Syndrome), que pegó fuerte en 2015. A esto se suma, obviamente, que hay también una cooperación voluntaria de la población, lo que responde a características de su cultura.

El tema en Occidente es bastante más complejo y a la vez paradójico. Se valora, en teoría, mucho más la privacidad y el anonimato. De hecho, en Europa rige el GDPR (General Data Protection Regulation), que establece los requisitos específicos para empresas y organizaciones sobre recogida, almacenamiento y gestión de los datos personales. Los mismos se aplican tanto a las organizaciones europeas como a aquellas que tienen su sede fuera de la Unión pero cuya actividad se dirige a personas que viven en ella. No obstante, y aquí va la paradoja, en Occidente no hay mucho problema con todo lo que de nosotros saben plataformas como las de Google, Facebook y otras. Quizás la diferencia radica en que, en el caso del rastreo por el covid-19, quien maneja la información es el Estado. Con el agravante que los gobiernos cambian, y aunque el de hoy parezca confiable, el de mañana podrá no serlo.

Esta semana Apple y Google, en un modelo muy similar al que se está desarrollando en Europa, anunciaron trabajar en colaboración para incluir tecnología de rastreo en sus sistemas operativos que permita a sus usuarios saber si han estado en contacto con alguien que ha dado positivo y así, en vez de esperar a tener síntomas, aislarse en su casa y/o contactar a un médico. Claro que a los pocos días informaron que ésta, basada en bluetooth y no en GPS, será sólo “opt-in” y que los gobiernos no podrán exigir a la gente usarla. Así, sus limitaciones desde el punto de vista del combate de los contagios serán varias. Por un lado, el usuario deberá instalar una app que utilice estas funcionalidades provistas por el sistema operativo. Deberá, a su vez, indicar en la app si es portador del virus para poder notificar a los teléfonos cercanos (algo que quizás muchos rechacen por considerarlo “estigmatizante”). A su vez, todos los que tengan la app instalada deberán utilizarla con el bluetooth activado, cuando por años se desaconsejó hacerlo por razones de seguridad. Así, las perspectivas de éxito parecen limitadas.

Todavía estamos lejos de saber cuándo comenzaremos a retomar una vida más o menos normal, sin estar aislados en nuestros hogares y con amplias limitaciones de movimientos. Pero una vez que comencemos a salir, el problema más grande será el período asintomático: cuando se es contagioso pero no se sabe. La tecnología está. Lo que no parece que esté es la cultura necesaria. La crisis del coronavirus podría ser el punto de inflexión de la batalla por la privacidad que nos depositaría en un nuevo piso. El éxito será pasar de un excluyente “salud o privacidad” para llegar al incluyente “salud y privacidad”.

Acerca del autor

Enrique Carrier

Analista del mercado de telecomunicaciones y nuevos medios, basado en Buenos Aires, Argentina

Por Enrique Carrier

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