Esta semana, los operadores móviles estuvieron en las noticias luego de que el diario Clarín publicara un artículo en el que se anunciaban ajustes de las tarifas de estos servicios para el mes de septiembre. Desde el gobierno la reacción no se hizo esperar (algo llamativo considerando la fuente de la información) y ese mismo día emitió un comunicado en el cual anunció medidas para frenar estos aumentos, argumentando los problemas en la calidad del servicio y las ganancias registradas por las empresas. Cabe recordar que los últimos ajustes de tarifas se realizaron en octubre del año pasado (hace 10 meses) ya que hubo un intento fallido de ajuste en febrero de este año.
Ante ambas noticias hubo dos reacciones. Aquellos a favor del “congelamiento” ya que en definitiva a nadie le gusta pagar más por lo que consume, y aquellos en contra, habida cuenta del proceso inflacionario que atraviesa Argentina. Más allá de las estadísticas oficiales, el mismo se evidencia no sólo en los aumentos de precios de todos los productos de la economía sino también en los ajustes salariales que apuntan a mitigar el impacto de los primeros.
Está claro que el problema de fondo no es el ajuste per se, sino la inflación reinante. Los ajustes serían injustificables si no hubiera inflación. Pero ese es un tema que se pretende ocultar bajo la alfombra, aunque cada vez con menos resultados.
Más allá de esto, conviene preguntarse si un congelamiento de tarifas es efectivamente una solución a los problemas de calidad de servicio o si no servirá para que estos se acrecienten. Hasta ahora los congelamientos artificiales de precios y tarifas no han demostrado ser un camino eficaz. En el caso de bienes físicos, lo que vemos son faltantes o aparición de nuevas versiones de un mismo producto que eluden así el congelamiento. En el caso de los servicios esto no es posible, por lo que terminan redundando en menores gastos e inversiones de las empresas prestadoras, empeorando la calidad del servicio en lugar de mejorarla. Esto se puede ver en los casos de la electricidad, el transporte público y tanto otros. Así, “castigar” a las empresas puede redituar en el corto plazo, pero en el mediano este castigo se hace extensivo hacia los consumidores. Una victoria pírrica en la que todos terminan perdiendo.
Si lo que el gobierno pretende es que los precios no suban tiene que empezar por actuar sobre las causas de la inflación. Si se trabaja sólo en las consecuencias, está demostrado que los problemas se multiplican en lugar de reducirse. Por otro lado, si lo que se busca es mejorar la calidad del servicio, son múltiples los caminos a recorrer en paralelo. Algunos ya han sido anunciados por las autoridades, como el establecimiento del reglamento de calidad de servicio o facilitar el ejercicio de la portabilidad numérica. Pero no son suficientes. También debería formar parte de la agenda otras medidas, como habilitar más espectro, destrabar la instalación de nuevas antenas e incentivar la competencia (se está por cumplir un año de la asignación de espectro a Arsat y todavía no se hizo público su modelo técnico y comercial de operación).
En definitiva, uno de los objetivos del gobierno debería ser solucionar los problemas que van surgiendo y no crear nuevos o profundizarlos. Y el castigo sólo debe ser aceptado como parte de la solución a los problemas, no como “la” solución. La opción no debería ser castigar vs solucionar.